Con toda solemnidad el presidente Santos anunció desde el año anterior, la adopción de medidas para “frenar la contratación directa con entidades sin ánimo de lucro” blindar los recursos del posconflicto y evitar casos de corrupción en otros sectores”; las esperadas medidas se concretan en el Decreto No. 92 de 2017 “Por el cual se reglamenta la celebración de los contratos a que refiere el inciso segundo del artículo 355 de la Constitución Política”.

Una revisión minuciosa de la norma expedida con bombos y platillos, nos muestra a las claras que en esencia no cambia en nada la regulación que desde hace veinticinco años regía con ocasión de los Decretos 777 de 1992 y 1403 del mismo año y la novedad normativa es realmente un ejercicio cosmético que reconoce dos aspectos fundamentales: Que la contratación directa vía convenio es necesaria en algunos escenarios de la vida institucional de las entidades y que los males de dicha contratación no se encuentran en la norma, sino en la torcida aplicación que de ella se hace en todos los niveles de la administración pública y en la mirada cómplice o por lo menos omisiva de los organismos de control.

Respecto de lo primero, es decir de la necesidad de la contratación directa con entidades sin ánimo de lucro, no sería ninguna novedad si se afirmara que múltiples tareas de interés público pasan por la coparticipación del Estado con entidades serias que intervienen en la atención de grupos vulnerables o prestan servicios habituales o permanentes a personas en situación debilidad manifiesta o indefensión, o ejercen actividades que refieren a manifestaciones artísticas, culturales o deportivas. Pero es más, el reconocimiento de esta realidad surge del propio artículo 355 de la Constitución que refiere a la forma en que el Estado se  vincula al esfuerzo privado sin ánimo de lucro para la atención de estas necesidades que en nuestro caso no son pocas.

Los decretos derogados por el novedoso decreto 92 de 2017 establecían ya las mismas reglas que hoy se ponderan y definían las mismas excepciones para evitar que ocurriera lo que terminó ocurriendo, es decir que por la puerta de la contratación directa se escabullera la gran mayoría de la contratación estatal, volviendo  regla general la excepción y sirviéndose de este mecanismo para pagar favores personales y políticos, aceitar maquinarias partidistas y acrecentar el bolsillo del ordenador.

La “reconocida idoneidad” de la persona jurídica sin ánimo de lucro y la prohibición de celebrar por esta vía contratos que impliquen una contraprestación para la entidad contratante, como la construcción de una obra, el ejercicio de una interventoría o el suministro de elementos, son reglas que existen hace décadas y que han sido confirmadas en diversas ocasiones por la Sección Segunda del Consejo de Estado y la Procuraduría General de la Nación y a pesar de la claridad de las condiciones y la excepciones, el uso de la figura ha sido catastrófico en términos de moralidad pública, ciertamente no por deficiencias en la norma sino por su aberrante utilización.

De esta manera y mientras la tarea contractual siga siendo vista preeminentemente como una forma de favorecerse a sí mismo y a los adeptos y los órganos de control sigan la misma dinámica de la política, los cambios normativos serán la forma de materializar la estrategia de Lampedusa  que aconseja en ciencia política “cambiar todo para que nada cambie“.

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